RELATOS CORTOS INSPIRADOS EN EL EGIPTO DE LOS FARAONES

Duelo de Poder



La extraña boda se había celebrado bajo el estupor de la mayoría de los miembros de la corte real, que continuamente preguntaban de donde había salido aquella especie de buscona y cómo se lo había montado para engatusar al Rey hasta conseguir que se casara con ella. Nadie halló explicación.
Como buena esposa, aún a disgusto, se dispuso a pasar aquel día a la sombra de Isis intentando aparentar tranquilidad. Una parte de su estrategia constaba en no demostrar a Tutmosis, el segundo con este nombre, el rechazo que le producía su segunda esposa, de lo contrario, sólo conseguiría apartarlo de su lado para volcarlo aún más en los brazos de ella. Debía actuar con tiento. Así que los primeros días siguientes a la boda, se limitó a despedirse de su hermano con un breve y afectuoso saludo antes de acostarse, evidenciando que por el momento no se interpondría entre ellos.
Su mayor ansia era quedar encinta de nuevo de su hermano y esposo para garantizar un heredero al trono avalado por los Dioses. Su primogénita, Neferuré, era una niña hermosa y encantadora pero desgraciadamente no podía ser candidata a la sucesión, no gozaba de ese beneplácito. Ahora, después del enlace de Tutmosis con Isis, urgía más que nunca. Un hijo de una plebeya, solamente podía ser un bastardo y Kemet no podía ser gobernada nunca por un bastardo. Su adorado padre se lo había ensañado muy bien desde pequeña, aunque por lo visto aquellas enseñanzas no habían hecho mella en su estúpido hermano, bobo e incapaz donde los hubiera. Desde que se viera obligada a casarse con él para poder convertirse en la Gran Esposa Real, aún manteniendo con ello su nombre, Hatshepsut, y así acercarse a la que era su meta, no había cejado ni un solo día de argüir como alcanzar el mensaje que su venerado padre Tutmosis-Aajeperkaré le transmitió procedente de los mismos Dioses.
Tanto como fue capaz, durante varias semanas contuvo sus emociones hasta límites insospechados, aunque sin poder evitarlo había llegado al límite de su resistencia. Empezaba a estar más que harta de aquellas empalagosas muestras de cariño que se procesaban el uno al otro, ante la mirada de todos, sin reparo alguno. Tenía claro que Isis era una actriz maravillosa, los arrumacos y constantes piropos con los que deleitaba a Tutmosis, no eran más que parte de la pericia que utilizaba en su contra, aquella extraña y silenciosa batalla que las dos mujeres iniciaron el día en que se conocieron. Si no conseguía captar la atención de su hermano y tener relaciones, no podría alcanzar su objetivo, quizás para entonces sería demasiado tarde. No podía esperar ni un día más.
Recorrió el pasillo que le conducía a la soledad de sus aposentos, estaba decidida a ello, era como si una voz interior la alentara a hacerlo. Por unos instantes se sintió eufórica, casi vencedora, la respuesta de los Dioses le reportaría los beneficios esperados. Su joven doncella, una sureña de ojos tristes y apagados, corría tras sus pasos a la espera de nuevas órdenes. Se detuvo para obligarla a dejarla sola, no era algo habitual, pero aquel ritual debería realizarlo en la más estricta intimidad, en conjunción absoluta con los seres divinos. La servil Amra, se alejó sin mostrar su dorso a la Reina.
Hathor, su benefactora, la antigua diosa celestial de la alegría, el amor, la música y la danza, sería su principal protectora. Hathor podía ver con el ojo sagrado de su padre y consorte Re, así era como conocía todo lo que sucedía en la tierra, los mares y los cielos. Era capaz también de conocer los pensamientos y los hechos de la humanidad. Hathor llevaba un escudo que devolvía el reflejo de las cosas bajo su verdadera luz. A partir de ese escudo, creó el espejo mágico. Una de las caras tenía el poder del ojo de Re, en la otra cara se podía ver el rostro real de quien miraba. Su madre Ahmés fue quien le mostró sus poderes. Recordó que le advirtió que debido al peligro que conllevaba realizar una adivinación mediante el sagrado espejo de Hathor, debía estar muy segura de lo que iba a consultar antes de hacerlo, pues un uso equivocado o generado por un interés particular, podría convertirse en la condena de aquel que osara manipular una situación en su beneficio. Hatshepsut se detuvo por unos instantes al recordar aquellas palabras, pensó en que ella no tenía intención de manipular nada y mucho menos en su propio beneficio, simplemente pretendía que se cumpliera con aquello que el oráculo divino predijo en su momento. Ella se elevaría como Hija del Dios y por tanto ascendería al Trono de Amón, tal y como su padre, el sabio regente Tutmosis I le prometió. A sabiendas de que las dificultades se cernían sobre su persona para tal logro, pensó que el único modo de continuar la dinastía que su amado padre inició, sería con un hijo varón de su sangre, de la misma sangre que había corrido por el cuerpo de su padre, sangre de los dioses.
Hechas estas deducciones, concluyó que su intención era sincera, clara y ética. Conseguiría engendrar un varón de sus entrañas que gobernara al futuro Egipto con la sabiduría que sólo un Dios puede tener.
Los recuerdos afloraron rápidos, no podía olvidar con tristeza la amargura que la embargó durante su anterior embarazo del que se estaba todavía recuperando. Pese a los cuidados de su médico real, aún se sentía floja y quebradiza. Intuía que su apatía se debía más a los esfuerzos volcados en la consecución del sexo de su bebé, que no al propio embarazo, que en definitiva resultó ser un fracaso. Se culpó por no haber procedido correctamente ante los Dioses, descuidando potentes rituales, con la seguridad de que no le fallarían. No llegaba a comprender el motivo, pero, le habían fallado una vez, ahora tenía claro que no podían volver a fallarle.
Tan pronto como la concubina de su hermano, la odiosa Isis, hizo aparición en Palacio, inició lo que sería la primera estrategia por desarmarla. Instaló un cuidado y refinado altar en sus estancias. La imagen del Dios Min presidía la escena. No se olvidó esta vez de la Diosa Tueris, ni de Hathor, ni tampoco de Nut. Con sus propias manos, moldeó figurillas de barro con el cinto sujeto alrededor de las caderas, destacando unos prominentes pubis triangulares, que facilitaban las relaciones amorosas y en consecuencia la concepción. El primer día de luna creciente, tal como el ritual exigía, colocó a la Diosa Isis, con cuernos de vaca, símbolo nutricio, un bebe varón en sus brazos, aquel que representaba a su hijo. Todos los días al atardecer, procedía personalmente a purificar el altar con perfume e incienso de rosas, loto y lirio, trazando círculos imaginarios, de izquierda a derecha, al tiempo que recitaba las siguientes palabras ceremoniales:
“Vosotras que habéis sido madres, Isis, Hathor y Nut madre del cielo, concededme a mí también esta noche la bendición de un nuevo ser. Un ser que ejercerá como futuro Rey de Kemet. Un ser capaz de gobernar, proteger y fortalecer el país como sólo un Hijo de Dios es capaz de hacerlo”.

Estaba decidida, ahora, a ir más allá. Cerró la puerta tras ella, asegurándose de que no sería molestada hasta entrada la tarde. Se desnudó completamente. Lavó sus manos y pies con agua fresca recién traída. Extrajo de su baúl un sencillo vestido de lino blanco, casi transparente que dejaba entrever su perfilada figura y sus turgentes senos. Se colocó la peluca ceremonial y su colgante preferido de lapislázulis con un apreciable udjat de turquesas central. Sentada en su tocador, dibujó sendos círculo con polvo de khol alrededor de ambos ojos, con el fin de aumentar la clarividencia y protegerse de cualquier mal. Se dirigió a una habitación anexa al dormitorio, donde disponía de su templo particular. Era bellísimo.
Una inconmensurable figura de Hathor dignamente coronada con el disco solar y los cuernos de vaca, se levantaba justo en el centro de la sala, cuyas paredes y techos estaban perfectamente decorados en su honor y en el de su padre y consorte el Dios Re. En el atrio central, el que velaba la Diosa, se hallaba pleno de polvo de incienso perfumado con cientos de pétalos de rosa. Colocó la purificadora esencia en una vasija de alabastro y ayudada por la llama de las velas que nunca cesaban de quemar en honor a la Diosa que custodiaba el lugar, encendió el polvo, originándose al instante unos efluvios sólo dignos de ser apreciados por una mujer de su rango y procedencia. En el silencio de la sala, solamente podía apreciarse el roce de sus nalgas y el sonido que imprimían sus pasos al caminar. Se postró ante Hathor explicándole su problema. Ella era mujer, debería entender sus anhelos, deseos que la conducían a utilizar su herramienta adivinatoria. Era la primera vez que lo hacía. Antes de proceder, pidió perdón y clamó entendimiento. En sus palabras dejó constancia de su fidelidad al país que la había visto nacer y en el cual moriría algún día. Kemet merecía lo mejor y lo mejor se encontraba en lo divino, ella y sólo ella podría dar un digno sucesor al trono de Amón, porque ella misma era hija de Dios.
Se enderezó y se dirigió a la cómoda en la que guardaba la caja de sicómoro que contenía el mágico espejo de Hathor. Descubrió la herramienta hecha de plata con un bello mango simulando la imagen de la Diosa. Se creyó dispuesta y valiente para iniciar el ritual de adivinación.
Antes de proceder, realizó un casi perfecto círculo con piedras de turquesa, la piedra de poder de Hathor, en el suelo a su alrededor. Se colocó en el centro y sujetó el espejo con firmeza, permitiendo que los últimos rayos de la luz del día incidieran en él. Inclinó el ángulo del espejo de forma que no se reflejara su rostro pero se pudieran ver las imágenes que estaba apunto de descubrir.
Concentró toda su energía mentalmente en la imagen de la Diosa e hizo la pregunta, cuya respuesta tanto le había robado el sueño.

Sin más dilación, ni compasión por su parte, entró como un torbellino en la sala de descanso de su hermano aprovechando la ausencia momentánea de Isis. Se situó a su vera en el mismo lugar que había estado ocupando la otra. Acercó sus labios sensuales a su oído para darle un recado:
- Estimado, hace demasiado tiempo que no gozamos de intimidad. Estoy ansiosa, - le acarició dulcemente el mentón, provocándole unas ligeras cosquillas - creo que me debes algo de dedicación, ¿no te parece? Yo soy tu esposa principal ¿Lo habías olvidado, acaso? - recitó con tono sensual continuando con las caricias, para atraer toda su atención. Isis, acababa de hacer aparición en la sala, lo que provocó que las insinuaciones se volvieran más descaradas, causando ello la iracunda mirada de la despreciada recién casada.
- Supongo que puedes esperar a que acabe con esta exquisitez, me siento hambriento con tanto desgaste, Isis también me ha salido ardiente - rió, divertido ante tanta petición de sus servicios. A más de un hombre le hubiera gustado ocupar su lugar, pero él era irrefrenable, nunca se sentía agotado para esos menesteres, sacaba fuerzas de donde podía, era algo que todos sus amigos admiraban, pues desde jovencito había superado al más fanfarrón de ellos, demostrando sobradamente su hombría.
- Desde luego, cariño, no pretendía dejarte sin tu comida favorita. Quiero que te recuperes, sino, no podrías satisfacerme como sabes. – Balbuceó, socarrona y totalmente desinhibida.

Re, comenzaba a desaparecer cuando Tutmosis empezó a sentirse harto de tanta comida. Hatshepsut, tuvo la paciencia y el atino de esperar sin protestar hasta que su esposo ordenara. Desaparecieron los dos por el flanco de la puerta dejando a la servidumbre atónita ante aquella imprevista marcha tan obvia, que no se producía desde hacia incontable semanas. Comentaron, unos y otros lo extraño que parecía que los hermanos se prodigaran tanto afecto de repente, pero en cierto modo les parecía bueno, mucho mejor que aquella tal Isis, arisca, malhumorada y pretenciosa, que a cada paso denotaba su ignorancia para portar tan alto y noble título.
Sin habérselo buscado, a la jovencísima Isis no le tenían mucha simpatía, a pesar de que ella, sin demasiada gracia, intentaba ser una carismática anfitriona. Aún así, era tan obvia su falta de modales y poca delicadeza, además de su basto lenguaje, que fue preciso que tomara clases de dicción, compostura y protocolo. Para ello su venerado esposo había puesto a su disposición un profesor que todos los días después del almuerzo le dedicaba largo tiempo, consiguiendo con bastante dificultad solventar su escasez de vocabulario, expresión y educación, motivos por los que se sentía tan rechazada por el entorno de Palacio. Según su propio parecer, había mejorado mucho desde su llegada, pero ese parecer no era compartido por el resto.
El acontecimiento de aquella tarde, no alcanzó cotas peligrosas, gracias a que supo controlar sus impulsos, como le había enseñado su maestro. Evidentemente, se sintió incómoda ante la súbita dedicación de su esposo hacia Hatshepsut, de quien nunca hablaba en términos matrimoniales, únicamente la mencionaba para cuestiones de gobierno, ya que Tutmosis permitía a su esposa principal que se ocupara de las gestiones con los ministerios y nomos. Tenía depositada total confianza en ella. Todo aquel cúmulo de situaciones provocaban que las dos mujeres se vieran la una a la otra como auténticas adversarias. Se inició así la más silenciosa y perversa de las contiendas.

Habían pasado varias semanas desde que Hatshepsut hubiera retomado la rutina con Tutmosis. El Rey no por ello había dejado de dedicarse a su segunda esposa, pero sí había conseguido, o al menos eso creía, encontrar el equilibrio para que las dos mujeres estuvieran agradecidas, incluso creyó que su esposa principal había comenzado a incluir a Isis en sus jornadas de ocio.
Por su parte, Hatshepsut seguía tramando con absoluto disimulo. En ningún momento podría permitir que su firme propósito la delatara, por lo que debía ser ágil y avispada para no despertar sospechas. Siguió enfrascada como solía en su delicada tarea de gobernar aquel hermoso país que el Faraón había dejado prácticamente en sus manos. Con precavidas muestras de sinceridad, introdujo a Isis en su cerrado círculo de amistades, la hizo partícipe de sus gustos, intereses y buenos propósitos. La desafortunada e ignorante compañera, se mostró en todo momento receptiva y dispuesta a zanjar de una vez por todas las rencillas que se oponían a mantener una relación cordial con quien era la Dama más importante e influyente del país.

No necesitó repetir el ritual durante la siguiente luna creciente, debido a que en pocos días supo que estaba esperando un hijo. Siempre se acusó a si misma por no haber iniciado la potente ceremonia en el embarazo anterior muchas semanas antes. Estaba convencida de que no se había alcanzado el efecto de tan mágico y eficaz ritual, por haberse producido la concepción demasiado pronto, es decir, durante los primeros días de relaciones, sin dar tiempo a los Dioses a escuchar sus plegarias y a actuar en consecuencia. Motivo por el que había dado a luz a la que era su primera hija. Era cierto, que durante los primeros días posteriores al parto, la decepción y el abandono se apoderaron de ella, arrastrándola a los abismos, hundiéndola en las profundidades del inframundo de Osiris. Pero esta vez iba a ser diferente. Acarició su vientre entusiasmada.
Se asomó a la ventana de su estancia, miró a lo lejos, justo por donde Re hacía su aparición, imperturbable, todos los días. El cielo tenía un color magnífico, luminiscente, que auguraba un sofocante calor para el resto de la jornada. Respiró hondo, llenando sus pulmones hasta saciarse del aire de su tierra, el aire de Kemet. Dio las gracias a los Dioses por haberla escuchado. No tenía nada que temer. Contaba con el respaldo celestial. Estaba claro, continuaría actuando en su beneficio y en el de su país, utilizando la poderosa magia de los Dioses y su sabiduría. Casi lloró, al imaginar a su hijo en sus brazos.
Repentinamente se sintió mareada. Unas súbitas nauseas la obligaron a llamar a su inseparable Amra. Solicitó la presencia del médico real en sus habitaciones. Cuando su dulce sirvienta intentó despejarla acercándole su perfume favorito, tuvo que erguirse rápidamente para vomitar sin tiempo a coger un recipiente. El vómito le proporcionó momentáneamente un poco de mejor cara. No le hizo falta que Selkis le certificara su embarazo. Dejó pasar unas horas, hasta sentirse mejor, deseando ser ella en persona quién diera la noticia al faraón, se acicaló para estar radiante y acudió en su busca.
Para variar lo encontró sometido a las atenciones de sus damiselas, pero afortunadamente Isis no se encontraba en la estancia.
- Tutmosis, - gritó entusiasmada -. Por favor, dejadnos, - ordenó, dirigiéndose a las bellas y habilidosas mujeres -. Con tu permiso, por supuesto. Tengo que hablar contigo a solas, querido hermano -. Dando un vistazo en derredor, comprobando que todas habían desaparecido, se acercó a él con visible felicidad en su rostro -. Selkis me acaba de confirmar que estoy esperando un hijo, - le comunicó, con una amplia sonrisa en el rostro algo demacrado.
- Hatshepsut, es magnífico, estoy muy contento por ti. Nunca había pensado que tendría dos hijos en poco espacio de tiempo. Será fenomenal.
Aquellas palabras, atravesaron su cerebro como vainas puntiagudas que casi le causan la súbita pérdida del conocimiento. No podía creer lo que acababa de escuchar.
-¿Cómo has dicho?, ¿dos hijos? - preguntó con el corazón a punto de desbocársele por lo que presentía que estaba ocurriendo.
- ¿Es que acaso no te lo han comunicado ya?. Isis también esta embarazada, ella misma me lo notificó hace tan sólo unos días, y por lo que sé, muy avanzada - se explicó, sin darle ninguna importancia al asunto -. Creí que estabas informada. Tendré que reprender a mi joven esposa por no haber acudido a comunicártelo. Tiene que aprender, poco a poco, debes perdonarla, todavía le queda mucha escuela. - Besándole en la frente, la despidió para continuar con sus fútiles ocupaciones.

En la mente atropellada de la Reina, se estaba generando toda una serie de conjeturas que deseosa estaba de compartir con alguien antes que se convirtiesen en auténtico veneno. Se dirigió como una flecha a su cámara y lanzándose sobre el lecho, lloró de rabia por no haber sabido retener suficientemente a su esposo y haberle expuesto claramente sus pretensiones.
Ya un poco más serena, pensó en la única persona con capacidad para consolarla. Amra, recorrió todo palacio para encontrar al buen Sennemut, que en aquel preciso momento no estaba disponible para atender a la Reina, pero ella llevaba órdenes de no regresar ante Su Alteza sin él.
Su querido Sennemut siempre la había ayudado en todo desde el día en que coincidieron por vez primera, era su más fiel servidor y amigo. Con el tiempo habían creado un lazo indestructible entre ellos, difícil de calificar y comprender para muchos. Su extraño amor, se confundía a menudo, pero nunca hubo entre ellos, hasta el momento otra intención que no fuera la de mutuo apoyo y consuelo.

Continuaba Hatshepsut en su habitación esperando que su amigo hiciera entrada, para por trigésima vez recostarse sobre su musculoso pecho y lamentarse con su nuevo fracaso. Algo asustado por las prisas mostradas por Amra, entró veloz sin tan siquiera pedir permiso.
- ¡Hatshepsut! - suspiró aliviado al verla intacta sobre su camastro - ¿qué te sucede?, he tardado un poco, estaba finalizando los planos de las nuevas columnatas que instalaremos en el nuevo Templo, en Luxor. Te gustarán, querida - sentenció, dirigiéndole una sonrisa sincera.
- Ven, por favor. Olvídate de tus proyectos. Siéntate a mi lado, tengo que saber tu opinión sobre algo importante - le advirtió, con un susurro de voz que casi no le salía del cuerpo.
- Soy todo oídos - musitó con un mohín de preocupación.

Con muestras claras de su gran disgusto, explicó lo de su embarazo y el de su adversaria, como ella la veía, provocando en su amigo una mueca de escepticismo.
- ¡Ya ves! – suspiró -, por si no tuviera pocas preocupaciones, ahora además tendré que pasarme todo mi embarazo y el de esa desgraciada, con la incógnita de conocer el sexo de nuestros respectivos hijos – casi gritó, con un grave gesto de dolor que mortificó todo su cuerpo.
Sennemut, no poseía en ese momento palabras de consuelo para su adorada Reina. Optó, entonces, por cogerla en sus brazos para calmarla como supo, haciéndola, así, sentirse más segura. El suave contacto de su oscurecida piel por el sol, le produjo una agradable sensación de placer, que tuvo que reprimir al instante. Sin mediar palabra, paseó lentamente su firme mano por el brazo tembloroso de ella durante un buen rato, hasta que creyó que se había relajado. La recostó en su cama y salió de la habitación, antes que su instinto masculino lo traicionara, nunca se lo perdonaría.
Quedó sola, postrada en su cama. Como un relámpago le volvieron a la mente las palabras de su hermano, “Nunca había pensado que tendría dos hijos en poco tiempo”. Que horrible sonaba aquella afirmación. Si pudiera provocarle un aborto a Isis lo haría encantada. El odio hacia aquella mujer surgía con más fuerza cada día que pasaba. Si los Dioses fuesen piadosos con ella y le otorgaran la dicha de parir un precioso varón, se acabaría su sufrimiento, pero... ¿y si no era así? - meditó, potenciando su nerviosismo, con el anhelo de tener ya de una vez a su hijo entre los brazos.

Sus fervientes deseos de conseguir lo que ansiaba y lo único que daría sentido a su vida, la condujeron a continuar usando la magia y el poder de los Dioses, en detrimento de su adversaria, quien tenía previsto parir en breve. La muy astuta, según información recibida por medio de sus confidentes, había ocultado su embarazo durante cinco meses. Aunque los motivos que dio, solamente fueron creíbles para los más ingenuos. Ella supo siempre que obvió la noticia expresamente. Según le había explicado, Noferet, una elegante y distinguida Dama de la Corte y gran amiga, Isis había ocultado su embarazo a todos, debido a que al tener sospechas de ello, acudió a un mago que le previno contra unas extrañas fuerzas contrapuestas a que llegara a buen término su gestación. Aquello había sido un ardid de Isis, para ganar tiempo. Pero lo que la muy estúpida no sospechaba, era que ella, la Reina, sería la única futura madre del Faraón de Kemet, con la divina ayuda celestial.

Todos los días, al caer la tarde, se encerró en su Templo dispuesta a utilizar el poder que los Dioses le habían otorgada como Hija de Amón.
En su poderoso altar, colocó las figurillas de barro, que ella misma modelaba todos los días, representando el cuerpo de Isis embarazada. Su intención no era dañar de muerte a la mujer ni tampoco a su bebé. Su intención era, sencillamente conseguir que aquel bebé, fuera niña y en último caso, aún siendo niño, que no tuviera capacidad para gobernar el país, pues debía ser su hijo quien lo hiciera. Por tanto, sus peticiones eran dobles, algo que resultaba complicado, pues normalmente, se debían centrar los ruegos en una cosa concreta. Utilizó el poder de la palabra para certificar verbalmente y por escrito aquello que pedía. Resonaron por todas las paredes de la estancia con voz firme, la siguiente oración:
“Salud a ti, oh Padre Amón-Re. Salud a vosotras, las siete Hathor, que os adornáis con franjas de hilo rojo. Salud a vosotros, Dioses y Señores de los Cielos y de la Tierra. Yo, Maatkaré-Hatshepsut que os honra, me dirijo a vosotros siendo esta mi súplica: Haced que la Dama Isis, alumbre su bebé sano y lleno de vida. Haced así mismo, que su bebé no represente un impedimento para el futuro gobernante del país. Haced que sea mi hijo el benefactor de tan digno rango, como descendiente de nuestro Padre Supremo, Amón-Re. Que se haga como vosotros los Dioses acordéis. Yo, Maatkaré-Hatshepsut pido vuestra bendición”.
Esas mismas palabras, fueron grabadas en diferentes papiros y tablillas de barro que dispersó cuidadosamente por todo palacio, para que fueran escuchadas en todos los rincones sin excepción. Solamente Sennemut era conocedor de las argucias de la Reina.

Los malos presagios perforaban diariamente sus sienes, obligándola a yacer con su pena consternada en su camastro, con la única ocupación de rogar a los Dioses y en especial a Hathor. Desocupándose completamente de sus obligaciones ante el gobierno. Tarea que como siempre el buen Sennemut se encargó de suplir mientras duró su ausencia. Una imagen olvidada del pasado cruzaba su mente. Era la imagen proyectada en el espejo mágico de Hathor. Se negó a sí misma el recuerdo. Pasó toda la noche dando vueltas, algo la removía interiormente, ni siquiera Amra, pudo conseguir su tranquilidad cuando le dio a beber un infalible brebaje de hierbas.
Sin haber conciliado el sueño, entorpecida su mente por el cansancio, escuchó a lo lejos los cánticos de los sacerdotes, entre el bello sonido se cruzaron unos horribles golpes que provenían del exterior de su puerta. Permitió el acceso a tan desafortunado entrometido, con la seguridad de que iba a recaer en él todo el mal humor con el que se levantaba aquel día. Para su sorpresa se trataba de Dyefa, el mensajero real.
Con gesto dubitativo, sin poder evitar mostrar la inquietud que le provocaba lo que tenía que comunicarle a Su Majestad, musitó:
- Majestad, Hija de Amón, la Dama más venerada de entre todas las mujeres, - comenzó a hablar no demasiado decidido, con un leve carraspeo - os traigo un mensaje oficial de nuestro amado Faraón por el que os hace saber que su segunda esposa, la Dama Isis, ha dado a luz esta misma madrugada.
Allí se quedó petrificada, como la estatua de granito que se alzaba en un lateral del jardín de palacio con su apuesta silueta. Por unos instantes se le agolparon multitud de imágenes en su desvariada mente. Lentamente, arrastrando una pierna tras otra para no caer al suelo por el adormecimiento súbito de sus extremidades inferiores, tomó asiento y con ansiedad en su rostro pero con deseo de no exteriorizar en demasía sus sentimientos, solicitó al mensajero que le notificase al Rey la enhorabuena.
- Tened la bondad de felicitar a mi honrado y venerado esposo y a su querida mujer por este acontecimiento, - después de una breve pausa para disimular, continuó -: Decidme Dyefa, noble servidor, el bebé ¿qué ha sido, niño o niña?

Dyefa, obviamente no sabía como responder a su pregunta sin indignarla, pero no quedaba más remedio que hacerlo, sin titubear respondió a su ruego.
- Majestad, tengo que informarle que el bebé es un niño precioso, - se arrepintió al momento, por haberle otorgado libremente ese calificativo, sin tan siquiera conocerle, pero para él todos los recién nacidos eran iguales, para no darle importancia a lo mencionado prosiguió -: Le impondrán el nombre de su padre, Tutmosis, el tercero con este nombre.
El aire se volvió tenso de repente y el silencio insoportable para el pobre y atemorizado sirviente.
- De acuerdo, puedes retirarte, Dyefa, - susurró.
Lo dijo en un tono tan bajo que el joven no la escuchó y se quedó allí con la cabeza gacha esperando que la Reina le diera permiso para marchar. Por fin, la apenada Dama irguió su cabeza y se lo encontró ahí parado, en la misma posición.
- Dyefa, he dicho que puedes retirarte, ¿es que no me has oído?, - gritó con el semblante transformado por el dolor.
- Disculpe Majestad, sino desea nada más...
Y en la misma posición en que se encontraba y caminando hacia atrás sin darle la espalda a la Gran Señora, llegó a la puerta y salió como un rayo, con la esperanza de que no fueran requeridos sus servicios hasta que las cosas no se calmaran. Como temía, la noticia no fue del agrado de la Reina.

No se lo podía quitar de la cabeza, un niño, y ahora que haría, si su hijo fuese también un niño..., problema solucionado, pero y si fuese una niña..., todas sus ilusiones y esfuerzos se habrían esfumado. Su sangre, la de su padre, la de su abuelo no correría más por les venas de un auténtico faraón. Ahora sólo le quedaba esperar al día del parto. Acurrucada en su lecho, lloró rogando a los Dioses para que la ayudaran a salir de aquel infierno.
Se sintió aliviada de repente por unos fuertes brazos masculinos que la rodeaban dándole protección y una suave voz que con cariñosas palabras le hacían sumergirse en agradables sueños. Sueños, en los que aparecía un niño que la miraba ofreciéndole una entrañable sonrisa. Cuando aquellos fornidos brazos hicieron ademán de soltarla, volvió a la realidad. Remolona, se deslizó bajo el lienzo para ofrecerle su rostro y rogarle que no marchara de su lado:
- Por favor, Sennemut, no me dejes. Quédate hasta que vuelva a dormirme. Cada vez es más difícil conseguirlo, pero contigo es diferente, - le aseguró.
- Como quieras. Échate a un lado, pasaré la noche aquí, abrazado a ti, si eso te reconforta el alma, - se ofreció, sin otra intención que calmar sus temores.
- Gracias, si no fuera por ti, no sé que sería de mí, eres mi apoyo, mi consuelo, …

Desde el acontecimiento del nacimiento del pequeño Tutmosis, Hatshepsut permaneció recluida en sus habitaciones todo el tiempo, rogando y suplicando a los Dioses todos los días, como si le fuera la vida en ello, mientras su bebé crecía en su interior ajeno a todo. No consintió conocer al hijo de su hermano y de aquella mujer que tantos quebraderos de cabeza le estaba causando desde que hizo aparición en Palacio. Era demasiado doloroso para ella, en un estado tan frágil como el que sufría. Noche tras noche, se despertaba presa del pánico, reclamando la presencia de Sennemut para cobijarse en sus brazos. Era, de nuevo el recuerdo de aquellas imágenes, cruzaban por su mente como un relámpago para esfumarse en la oscuridad de su memoria.
Hacía unos días que Selkis le advirtiera de la madurez de la gestación, el momento se acercaba, era inminente. Le aterrorizaba culminarlo por temor al fracaso. Sennemut, decidió pasar las siguientes veladas a su lado, en espera del acontecimiento. Se despertó varias veces durante aquella noche al notar la inquietud de su compañera, su abultado vientre se tornó duro y turgente. Su silencio le invitó a probar de dormir un rato. Cabeceaba soñoliento, cuando un grito de dolor le alertó.
- ¿Que te ocurre, querida?, tranquila, debes tener una pesadilla – sugirió.
- No, es el niño, es mi hijo, quiere salir. Avisa a Selkis, rápido, - ordenó con una contracción de dolor que traspasó su mirada, tornándola borrosa.
Inmediatamente se personaron sus sirvientas para ayudarla y al poco acudió su médico real. La noticia de que la Reina estaba a punto de dar a luz se extendió al momento por todo palacio. Se formó una gran expectación. Mientras duró el alumbramiento, los sirvientes de la Casa Real al unísono y sin excepciones, rezaron con denotada fe, suplicando a la Diosa Tueris, encargada de velar los partos, para que todo acabase bien. Incluso algunos acudieron al Templo de Amón, para rogarle al Dios que le diera fuerzas.
Después de varias horas de misterio un grito desgarrador proveniente de las profundidades en las que había caída la Reina, hizo tornar a la realidad a todos los expectantes. Pocos minutos después, Dyefa, a petición de la comadrona, recibía autorización para informar del nacimiento del bebé. Acudió, presto a las estancias reales en busca de Su Majestad el Faraón Tutmosis II, un hormigueo de personas se acercaron a las inmediaciones para ser testigos del mensaje:
- Venerado Señor, vengo a informarle que La Señora del Dios, La Gran Hija de Amón, la más venerada de las mujeres..., acaba de dar a luz. Ha sido una hermosa niña. Se escuchó una exclamación general, seguida de un murmullo lleno de expresiones de lástima y de lamento.
En sus habitaciones, la madre, aún trastornada por el dolor, no tenía fuerzas para llorar, ni tan siquiera para emitir un leve quejido, ni una sencilla protesta. Se había engañado a sí misma todo el tiempo. El espejo mágico de Hathor es infalible. La imagen de su pequeña había cruzado el cristal por varias veces, quiso negárselo a sí misma, lo que supuso un grave error. Con su corazón lleno de resentimiento ni tan sólo se dignó a coger a su pequeña en brazos, no quiso conocerla, de hecho ya había visto su cara, esa carita de niña que aparecía todas las noches en sus pesadillas.
A la pequeña Princesa le impusieron el nombre de Merytré-Hatshepset, porque los Dioses así lo quisieron.