RELATOS CORTOS INSPIRADOS EN EL EGIPTO DE LOS FARAONES

La Elegida de Isis



Llevaba incontables cosechas dedicada a su más profunda pasión. Se esforzaba todos los días de su vida, cediéndose en cuerpo y alma a esa música que sonaba en su interior. Su mayor pena era él. Su amor no conseguía materializarse. Parecía que los dioses la sometían a una dura prueba. Creyó que él era el único que no era capaz de reparar en sus habilidades. Se inquietó al pensar que era el único que parecía no valorar su talento. Suspiró. Lo mejor era dejar de luchar por ese amor imposible.
Estaba comenzando a hartarse de veras, sobre todo de aquella insoportable ciudad extremadamente arquetípica, fuente de disturbios y luchas de poder que estorbaban su creatividad. Había nacido para la danza y para la música. Desde niña deleitaba a los más acaudalados nobles que requerían sus servicios. Lamentablemente, eran todos unos pedantes y arrogantes descarados que no ocultaban el deseo grabado en su mirada lujuriosa. Se preguntó siempre porqué los dioses le habían otorgado aquel cuerpo esbelto, aquellos pechos perfectos, aquellas largas piernas, aquella melena lacia que junto con sus ojos formaban la perfección de la belleza. Hubiera querido ser basta, que sus manos de finos dedos esculturales no fueran capaces de tanta sutileza. Le recordó sólo a él. Y lloró.
Estrujó bruscamente y con violencia el largo rollo de papiro escrito en cuneiforme que su Maestra un día le entregara. Desde entonces, aquel día de su adolescencia, no había dejado de aprender con las enseñanzas de sus antepasados. Sin cavilar más sobre su pretérito, se dispuso a explorar nuevas metas. Su interior sabía que había llegado el momento de emprender un nuevo camino.
Suspiró por última vez.

Al abrir de nuevo los ojos descubrió a su dulce Isis, quien con una serena sonrisa en los labios le indicó que se incorporase. Se levantó de su butaca preferida, aquella donde pasaba largos momentos de grata lectura, la misma en la que rememoraba gratos recuerdos de su vida y reconocía también sus fracasos. Se puso en marcha. Buscaría un cambio notable para su vida, quizás esta vez él se decidiera a mirarla. Ansiaba la armonía y la tranquilidad incondicional. Hasta ahora todos los hombres indeseables a los que había otorgado su arte habían requerido su cuerpo para saciarse. Todos menos él. Él nunca se lo pidió. En cambio, por él hubiera accedido.
Era una mujer de retos. Se podría decir que diferente a la mayoría. No lo pensó un instante más. Calzó sus apreciadas sandalias de esparto reforzadas en suela y puntera para la danza. Cubrió su torso con tules de seda blancos y dando una amplia lazada a su cintura con cinta dorada, partió con aire emprendedor. Asió con fuerza el viejo laúd y cerró la puerta tras de sí.

Hacía ya más de cuatro jornadas que caminaba sin rumbo fijo, se dirigía en cada momento allá donde la intuición la encaminaba. Cada paso que daba estaba más convencida de que lo que había decidido era lo correcto. Isis, asintió con un suave y gentil movimiento de cabeza. Aquel gesto la emocionó. Caminaba pisando el terreno con fuerza, dejando huella en el denso limo, su rastro quedaba clavado con tanta intensidad que si alguien se propusiese seguirla, no tendría demasiada dificultad. Sonrió para sus adentros. En su fuero interno sabía que aquello no era posible. Siempre fue consciente, de todos modos, que durante el camino le aparecerían nuevas trabas que tendría que superar, pero eso no le suponía ningún impedimento, más bien al contrario, aprovecharía esas trabas para enriquecerse. Tenía una clara certeza de que allá donde iba encontraría lo que buscaba.

Casi sin darse cuenta, había vuelto a oscurecer. Creyó que la blanca luz del plenilunio era su única compañía. Contaba el tercer mes de Shemú, la estación de la cosecha. La brisa fresca que acompañaba la noche se hacía grata. Miró ante sus ojos, supo entonces que el viaje sería largo. Se fijó de pronto en una pequeña luz resplandecer entre la inmensidad del desierto, por un momento creyó que parpadeaba, pero pronto se dio cuenta que la intermitencia la provocaban las incipientes nubes que acechaban desde el horizonte. Se dispuso a atravesar el valle derecho en dirección a aquel diminuto punto que tanto la atraía. Nunca antes se había adentrado por aquellos parajes que pudieran parecer inhóspitos. Detectó en cada grano de arena, en cada risco, un encanto especial. Aunque la perfección estribaba en aquel extraño silencio, al que calificó como un lugar de paz y eternidad.
Encontró una estrecha pero confortable hendidura entre las rocas a modo de cobertizo que usó para guarecerse de la noche. Se acomodó con la intención de quedarse dormida lo más pronto posible. Al día siguiente le esperaba otra jornada de camino y reflexión. En ocasiones olvidaba que Isis continuaba fiel, haciéndole compañía. Ella una devota de la Diosa, supo que estaría protegida. La gran Diosa de la magia, quien a su vez era capaz de devolver la vida al espíritu, no iba a abandonarla. Cualquier resquicio de temor, se esfumó.
Aunque la oscuridad invadía la oquedad, supuso que al amanecer Ra haría acto de presencia filtrándose por el hueco con efectividad. Esperaba que así fuera, pues tenía un sueño muy profundo y lo único que la despertaría sería la claridad del día. Para su suerte, sucedió como esperaba, los sinuosos y tempraneros rayos de Ra, rozaron el perfil de su cara invitándola a levantarse. Salió de la pequeña cueva y alzó los brazos desperezándose. Al mirar al frente pudo percibir de nuevo aquella lejana luz que se abría paso a duras penas entre la frondosidad de las insistentes nubes. Debía haber caminado bastante el día anterior, pues esta vez la luz estaba mucho más próxima, la creyó claramente más cercana. Le extrañó, no podía distinguir de donde procedía. Imaginó que provenía de alguna casa habitada, perdida en el desierto, posiblemente se levantara por allí algún pequeño poblado. Rogó a los dioses que no fueran maleantes hijos de Seth. Aún temiendo por su integridad, aquella luz seguía siendo demasiado atractiva. Isis volvió a gesticular. No había lugar a dudas. Su camino era aquel.
Escuchó el ronroneo de sus tripas. Había estado tan enfrascada en pensamientos que no se había acordado de tomar algo de alimento, si no lo hacía, en breve comenzaría a perder fuerzas y eso era algo que no se podía permitir. Como no tenía ninguna prisa, se detendría a comer alguna cosa que le ofreciera la Naturaleza y más tarde continuaría por el sendero en esa misma dirección. Sería difícil encontrar que echarse a la boca para saciar el repentino apetito. Trepó por una pendiente. No pudo creer su suerte. A menos de doscientos codos se vislumbraba un pequeño oasis plagado de datileras, sicómoros y un bello estanque en el que incluso parecían bañarse algunos ánades. Acudió presta a saciar su apetito, teniendo muy en cuenta que no podía olvidar el punto en el que tomaba el desvío, para al concluir volver sobre sus pasos y reanudarlo donde debía. Encontró una roca perfecta para tomar asiento. Se dispuso a comer unos maduros y dulces dátiles, acompañados de unos higos chorreantes de miel en su interior. Para finalizar, se tumbó sobre la tierra húmeda que formaba la orilla del estanque y bebió hasta la saciedad, dando pequeños e intermitentes sorbos. El agua estaba tan clara y cristalina que invitaba a darse un baño. Dejó al abrigo su laúd, se deshizo de los tules de seda que cubrían su cuerpo y de las sandalias. Sin más se lanzó al agua. Isis quiso acompañarla. Se sumergió a su vez, pidiéndole que la imitara. Neithotep, no se lo pensó, su dulce Diosa siempre sabía lo que debía hacerse en todo momento. Se inició el ritual. Ambas sujetaron sendas conchas que a modo de cuenco utilizaron como vertedero de agua sobre sus cuerpos. Sin darse apenas cuenta, los movimientos sinuosos, precisos, lentos, sensuales, se estaban convirtiendo en una perfecta danza carente de música. Pero aquello no era cierto, más tarde acertó a escuchar las notas de su viejo laúd. Pensó que todo era fruto de su imaginación. Diosa y devota, danzaron obnubiladas hasta considerar que la purificación había llegado a término. Se sintió más ligera y pura que nunca antes en toda su vida. No entendió como pudo imitar a Isis con tanta perfección y realismo. Se sintió orgullosa de sí misma. La Diosa, la felicitó y le recordó el camino. Regresó sobre sus pasos y volvió a bajar la pendiente que la condujo de nuevo al sendero. Sonrió para sus adentros. La luz objeto de su andadura, seguía inmóvil esperándola.
Durante el agradable paseo, se convirtió en mágica la oportunidad que disponía para aclarar su mente y sobre todo su corazón. Aquellos largos momentos de soledad le aportaban más de lo que nunca hubiera imaginado. Eran instantes para conectar con su interior y sincerar su ba. Tuvo tiempo para revisar su transcurrir desde la más tierna infancia, evocó el momento en que fue consciente de su orfandad, de su miserable soledad...
Recordó su llanto al regresar al hogar vacío, después de un gran esfuerzo por mostrar sus aptitudes, ante el soberano, quién no pareció reparar en ella. Todo lo que consiguió fue beneficio material. No esbozó siquiera una mirada sincera de aprobación. Aquel recuerdo la estremeció. ¿Era él incapaz de percibir el Amor?
Recordó el día que después de jornadas de grandes ofrendas a Isis, el destino la puso en contacto con quien se convirtió en su Maestra, la sabia Meredet-nofret. Tuvo una corazonada. Regresaría y recuperaría el papiro que contenía parte de sus enseñanzas. Se culpó por la impulsividad de aquel gesto destructor. Meredet-nofret, la hubiera reprendido con razón. No debía actuar sin antes pensar muy bien lo que iba a hacer. Al mismo tiempo no debía dudar sobre un primer impulso, ese siempre sería acertado. Entonces, no lo entendía. Se preguntaba qué era lo correcto, seguir los impulsos o bien pensar antes de actuar. Parecía un tremendo embrollo. Ahora a su avanzada edad, comprendía a la perfección aquellas palabras. Se debe tener la habilidad de dominar ambas a un tiempo. Pero esa habilidad solamente se adquiere con la práctica y tras mucha experiencia.
De repente, aquel resplandor. Estaba más cerca que nunca, a muy poca distancia, si no se detenía alcanzaría la luz antes del anochecer. Se sorprendió de nuevo, miró a su alrededor. Era la silabeante voz de Isis quien hablaba, animándola a continuar. No era necesario, no había lugar para la duda, aquel era su camino. Pareció que a un tiempo unas vocecillas extrañas querían también opinar. No distinguió su origen.
Realmente consecuente de lo que estaba ocurriendo, alcanzó su destino. Se detuvo a tan solo unos codos de la fuente de la que emergía aquella energía. La oscuridad de la noche quedaba mortecina por la claridad que se filtraba a través de la entrada de la casa. De nuevo aquellas vocecillas frágiles pero intensas volvían a inmiscuirse en sus pensamientos. Insistieron en que se acercara más. Obedeció, caminando a paso lento y meditado. Se asustó de repente, unos ladridos la alertaron. Miró alrededor hasta distinguir la silueta de un precioso chacal de pelo negro aterciopelado, orejas puntiagudas y hocico alargado. Lo reconoció al instante. Era él, Anubis. El mismo Dios Anubis fue quien la recibió. Le asombró su aspecto portentoso, inmaculado, característico de su persona. La escrutaba con detenimiento. Sin sentirse en modo alguno intimidada, Neithotep se dejó ver por dentro. Quedó inmóvil mientras el animal la olisqueaba a conciencia, acercando su hocico a todos los rincones, como si buscase algo en concreto o quizás, fuese solamente para memorizar su aroma. Supo que el Dios estaba procediendo, sopesando su ba ante la inapelable Maat.
Sintió un grato alivio. El chacal, le permitió continuar. Observó el lugar con detenimiento, las paredes se elevaban fuertes y robustas, de tal manera que nadie pudiera violarlas por la fuerza, estaban dispuestas de tal manera que conformaban un muro de aspecto indestructible. A una señal, penetró. Atravesó el dintel y ascendió. La luz resplandecía ahora por doquier, era más intensa que nunca, agradable y perfecta. Dudó hacia donde dirigirse. Penetró, en primer lugar por el pasillo de la izquierda, topándose con un alto muro infranqueable. Regresó al punto de origen para penetrar esta vez por el pasillo de la derecha, sin saber como, a los pocos pasos volvió a encontrarse en el punto de inicio. Comenzó a desesperarse. Le pareció extraño. Había perdido la noción del tiempo y del espacio. Creyó, incluso, haber perdido la percepción de la luz. Cuando consiguió tranquilizarse se dio cuenta que no, la luz seguía invadiendo la estancia, atravesando las gruesas paredes de los innumerables pasadizos. Alcanzó la sala oculta sin saber como lo logró. Se sintió plena. Sucumbió. Su último pensamiento fue para él. Para Userkaf con todo el amor que una mujer pueda procesar a su amado.


El sol era insoportable, varios de los ayudantes del equipo de Blaster, salieron de la oquedad buscando aire limpio que respirar. A los pocos minutos, Blaster salió también, estaba extasiado, muerto de cansancio, aunque alegre a un tiempo por haber dado con aquel sepulcro.
Observó el lugar con detenimiento, sus paredes se elevaban fuertes y robustas, de tal manera que nadie pudiera violarlas por la fuerza, estaban dispuestas de tal manera que conformaban un muro de aspecto indestructible. Curiosamente, aquella tumba escondía un frágil secreto entre sus límites. Imaginó que aquel había sido el motivo por el que los obreros, por orden del Faraón, habían dado aquel aspecto laberíntico a su interior. Si se adentraba por el pasillo de la izquierda, se topaba con un alto muro infranqueable. Si se hacía por el pasillo de la derecha, sin saber como, a los pocos pasos se regresaba al punto de inicio.
El reconocido arqueólogo, se hallaba en pleno estudio de la tumba descubierta en la vertiente occidental de Saqara. Sintió una profunda emoción al descubrir el mensaje inscrito en las paredes de la Dama más Bella de toda Kemet. Éste era el título que el Faraón Userkaf había otorgado a quien fuera la mujer que siempre amó. Según advertía el mensaje, la Dama Neithotep tenía el aspecto de una Diosa. Se asimilaba en todos sus rasgos a la Gran Diosa Isis, se movía y danzaba como tal. Sus sinuosos movimientos provocaban tal cúmulo de sensaciones que nunca osó codiciar para su satisfacción. Neithotep, se elevó a los altares cual Diosa celestial. El Faraón, lo menos que pudo hacer después de su muerte, fue otorgarle el eterno descanso mediante el reconocimiento absoluto de sus facultades.
Blaster, también lloró de agradecimiento.